—¿Otra vez ese sueño, Acamapichtli? —preguntó Tlacaélel, ajustándose el manto de algodón raído, mientras ambos caminaban entre los juncos del lago.
—Siempre el mismo —respondió Acamapichtli, mirando la inmensidad del agua. Sus ojos reflejaban un fuego inquieto—. Un águila sobre un nopal devorando una serpiente nos llama.
Tlacaélel sonrió con escepticismo, sacudiéndose el polvo de los pies. Los mexicas habían vagado por generaciones, perseguidos por tribus más fuertes, sobreviviendo apenas en tierras ajenas. «Un lugar donde no nos expulsarán jamás», repetían sus sacerdotes, aunque nadie sabía dónde estaba.
—Un sueño no es un hogar —murmuró Tlacaélel, pateando una roca al agua.
—Lo será —dijo Acamapichtli—. Lo encontraré hoy.
El sol subía lentamente, iluminando el lago Texcoco. A lo lejos, una pequeña isla flotaba entre juncos y lirios. El aire era fresco, que contrastaba con el olor putrefacto de las aguas pantanosa s. El sonido de las garzas resonaba, pero el silencio entre los dos hombres pesaba más.
De repente, Tlacaélel se detuvo en seco y señaló hacia adelante.
—¡Mira!
Ahí estaba. Un águila, majestuosa, posada sobre un nopal que brotaba del corazón de la isla. Sus alas doradas brillaban bajo la luz del sol, y entre sus garras sostenía una serpiente que aún se retorcía, entregando su último aliento.
—Es aquí… —Acamapichtli lo susurró como una oración.
—¿En medio del agua? —replicó Tlacaélel, frunciendo el ceño—. ¿Aquí construiremos nuestra ciudad?
Acamapichtli no respondió. Simplemente cayó de rodillas sobre la tierra húmeda, con los ojos llenos de lágrimas.
—Aquí no seremos rechazados, hermano. Aquí levantaremos una ciudad que nadie olvidará.
Tlacaélel lo miró en silencio, comprendiendo por primera vez la verdad de los sueños. Entonces, como si ambos lo supieran ya desde siempre, comenzaron a imaginar la ciudad que aún no existía: templos que tocarían el cielo, mercados llenos de vida, y sacerdotes entonando cantos sagrados mientras el sol ascendía cada mañana sobre Tenochtitlan.
—Aquí —repitió Acamapichtli, con la voz llena de promesa—. Aquí seremos eternos.
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